Por Lucas Potenze (*)
Sabado 28 de Junio, 2014
Para entender la sucesión de calamidades que se desencadenaron sobre la colonia de Malvinas entre 1831 y 1833, tenemos que tener en cuenta que la misma era esencialmente un emprendimiento económico a partir de una generosa concesión hecha por el gobierno de Buenos Aires que comprendía casi toda la Isla Soledad más la Isla de los Estados.
Vernet no era un funcionario de carrera ni un militar con
experiencia sino un empresario activo y audaz pero carente de experiencia no
sólo para gobernar sino para defender eficazmente la soberanía en el plano militar
frente a posibles enemigos.
En definitiva, le resultaba más fácil administrar la colonia
que impedir que buques de otras banderas continuaran depredando la fauna de
lobos marinos. Carecía de una fuerza armada capaz de ofrecer resistencia a la
marinería de un barco de guerra e inclusive le resultaba difícil hacer respetar
a los barcos mercantes las leyes del país.
Para peor, la situación vigente en el continente no le
ayudaba. La Confederación se debatía en una sangrienta guerra civil tras el
fusilamiento de Dorrego y mal podía dedicarse a crear una marina o simplemente
a enviar algún refuerzo militar al pomposamente designado comandante político y
militar de las Malvinas.
En aquellos años, más de 600 barcos de bandera estadounidense
recorrían los mares del mundo dedicados a la caza de ballenas y lobos marinos,
oficio que si bien implicaba una vida llena de peligros y sacrificios, también
les reportaba pingües ganancias. Estados Unidos, consideraba a las islas como
res nullius, es decir una tierra sobre la que ningún estado tenía derechos
soberanos, y basados en ese argumento y confiados en su poder naval, sus
marinos operaban tranquilamente en las costas malvinenses.
Esto no solo iba en contra de las leyes que Vernet debía
hacer cumplir sino que ponía en peligro sus propios intereses. No olvidemos que
el principal negocio de la colonia era la explotación de la fauna de lobos
marinos y el faenamiento y salado de carne vacuna, de modo que la acción de los
loberos ponía en peligro los recursos de la isla y como consecuencia la continuidad
del emprendimiento.
Esto hizo que, finalmente, éste resolviera actuar y, entre
julio y agosto de 1831, en cumplimiento de la Ley de Pesca de Buenos Aires,
apresó tres goletas de bandera estadounidense, la Harriet, la Breakwater y la
Superior, que se hallaban faenando lobos en abierta contravención. Las pieles
que había en sus bodegas fueron a parar a los almacenes de la colonia y las
municiones fueron vendidas por cuenta del gobierno de Buenos Aires.
Sin embargo, poco después, la tripulación de la Breakwater
logró recuperar la nave y escapó hacia su país de origen con la noticia de los
incidentes; el capitán de la Superior hizo un acuerdo con Vernet para continuar
su cacería en otros mares, y éste, con la Harriet, partió hacia el continente
acompañado por su familia con la intención de poner a criterio del Tribunal de
Presas la solución que debía dársele al problema.
Llegados a Buenos Aires, el capitán de la nave norteamericana
solicitó el apoyo del cónsul de su país, George W. Slacum, quien protestó
airadamente ante el gobierno denunciando la acción preventiva de Vernet como un
vulgar acto de piratería y exigiendo reparaciones. El ministro de Relaciones
Exteriores, Tomás de Anchorena, le respondió que se trataba de un asunto
privado en el cual el cónsul no tenía por qué intervenir, a lo que Mr. Slacum
respondió con un ultimátum: si en el plazo de tres días no se habían revocado
los decretos de 1829 y no se restituía la nave norteamericana con toda su
carga, enviaría a las islas la corbeta de guerra Lexington, que se encontraba
en el Río de la Plata, para proteger los buques de su nación. Ninguno de los
dos sabía que ese mismo día el presidente Andrew Jackson anunciaba en
Washington el envío de naves de guerra al Atlántico sur para “proteger los
derechos de los norteamericanos que pesquen y comercien”.
Poco después, el 28 de diciembre (de 1831), la Lexington se
presentó en la bahía de Port Louis camuflada como una nave civil y ostentando
bandera francesa, pidiendo por señas la presencia de un práctico para entrar a
puerto. Mattew Brisbane, un marino británico que, en ausencia de Vernet, era la
persona con más autoridad de la isla, aceptó la invitación y subió a bordo
donde, para su sorpresa, descubrió que se trataba de una nave de guerra yanqui.
Su capitán, Silas Duncan, llegaba para exigir reparaciones,
aunque en realidad, más que reparaciones, su intención era realizar una acción
militar de represalia por el secuestro de las naves que había realizado Vernet.
La marinería desembarcó y se dedicó prolijamente a destruir las instalaciones
del establecimiento, comenzando por la pólvora y las armas y continuando con
las casas de los colonos, donde destruyeron e incendiaron todo lo que
encontraron a mano.
Los pobladores que pudieron, huyeron hacia el interior,
muchos colonos fueron apresados y los esclavos negros fueron encadenados. Era
imposible resistir a la fuerza de sus armas por lo que la destrucción de la
colonia fue prácticamente total. Sin embargo, como señala Federico Lorenz
citando al historiador Julius Goebel, no deja de extrañar que esta acción no
esté registrada en el diario de navegación de la Lexington. ¿Será porque el
capitán Duncan se excedió en sus instrucciones? ¿o será que actuó por cuenta
propia o por solicitud del cónsul Slacum, quien carecía de autoridad para
ordenar una acción militar en tiempos de paz?
Lo cierto es que los norteamericanos no consideraron
necesario dar explicación alguna, lo que no era una excepción en tiempos en que
sus marinos se movían por el mundo sin respetar leyes ni límites que pudieran
oponer las naciones más débiles. El gobierno de Juan Manuel de Rosas elevó una
queja formal ante el gobierno estadounidense, que durmió en los cajones del
Departamento de Estado hasta que, casi cincuenta años después, fue desestimada
por no reconocer Estados Unidos a la República Argentina como parte en el
conflicto en tanto tampoco reconocía sus derechos soberanos sobre las islas.
Un año después del atropello norteamericano, el capitán
Robert Fitz Roy visitó por segunda vez las Malvinas y dejó asentado en su
diario el siguiente comentario: “Fui a Port Louis. En lugar de la alegre
aldehuela que esperaba encontrar, sólo hallé unas casuchas de piedra
semiarruinadas, uno que otro aislado rancho de turba; dos o tres botes
despanzurrados, algún terreno removido donde había habido huerta y crecían aún
unas pocas papas o repollos, algunas ovejas y vacas y uno que otro ser humano
de aspecto miserable formaba todo esto el primer plano de un paisaje que se
completaba hasta el fondo con negras nubes, colinas desgarradas y un brezal
áspero y desierto.
“Qué es esto –pregunté asombrado a Mr. Brisbane–; creía que el establecimiento del Sr. Vernet era una colonia próspera y feliz. ¿Dónde están los habitantes? El lugar parece tan desierto como arruinado”.
“Qué es esto –pregunté asombrado a Mr. Brisbane–; creía que el establecimiento del Sr. Vernet era una colonia próspera y feliz. ¿Dónde están los habitantes? El lugar parece tan desierto como arruinado”.
(*) Historiador. Profesor de Historia
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