Tomado de:
Por Federico Lorenz | 26/12/2014 | 20:49
En relación con la cuestión Malvinas, en este año que termina
algunas cosas permanecen inamovibles: la más evidente, la negativa británica a
negociar, desconociendo el mandato de Naciones Unidas, mientras en paralelo la
Argentina acumula adhesiones y respaldos diversos, sin que eso modifique el
statu quo. Hubo también las típicas gestualidades de todos los años por ambas
partes, oficiales y oficiosas, seudorrituales que confirman el estancamiento y
la intención británica de hacer valer su posición de fuerza, por lo que para
los argentinos lo más sensato sería no caer en ese juego. La última de ellas
fue el revuelo producido por un provocador profesional, conductor del programa
de la BBC Top Gear en Tierra del Fuego.
Sin embargo, otras cosas han comenzado a moverse. Acaso de un
modo menos visible y llamativo, con poco espacio en las noticias, muchas veces
ávidas, además de las cuestiones sensacionalistas, de los tópicos conflictivos
o desgarradores, asociados a la guerra de 1982 y sus consecuencias. Una reunión
científica es mucho menos espectacular, pero en relación con la cuestión
irresuelta de Malvinas expresa una posibilidad de cambiar la forma en la que
los argentinos nos relacionamos con el problema de las islas y, sobre todo, con
el amplio espacio del Atlántico Sur. Hace unos días se realizó en la
Cancillería el Primer Encuentro Nacional de Investigadores “La Cuestión
Malvinas: Desafíos y Nuevos Abordajes. Políticas Públicas e Investigación”,
convocado por la secretaría específicamente dedicada a la cuestión Malvinas y
los ministerios de Ciencia y Técnica, Educación y la Secretaría de Ambiente y
Desarrollo Sustentable.
Este tipo de reuniones son estratégicas por la convergencia
de investigadores de disciplinas muy diferentes pero que comparten temas y preguntas
sobre un área conflictiva: la escucha permite entender “Malvinas” como un
objeto múltiple y complejo, sacándolo de la linealidad de la consigna. Esto es
clave porque las discusiones, sobre todo acerca de la educación y la
investigación histórica, revelan tanto la abrumadora presencia de la guerra
como la gran escasez de investigaciones que inserten las islas en la “larga
historia” argentina y regional. Sencillamente, esto significa que pensamos un
territorio atravesado por más de cinco siglos de historia como si ésta hubiera
comenzado en 1982, o, a lo sumo, en 1833 (fecha de la agresión británica). La
historia de Malvinas está cristalizada por su instrumentalidad para legitimar
el reclamo. En consecuencia, un primer desafío es volver a darles a las islas
Malvinas una mayor espesura conceptual: tanto devolverles densidad histórica
como inscribirlas en un espacio geográfico mucho más amplio que el recorte que
la memoria de la guerra y la causa han producido.
Tomemos el nombre completo de la reciente secretaría: se
ocupa de los asuntos relativos a las “islas Malvinas, Georgias del Sur y
Sandwich del Sur y los espacios marítimos circundantes en el Atlántico Sur”. El
área abarcada en el nombre –y el nombre define una aspiración– es el mayor
desafío para repensar de un modo productivo la cuestión Malvinas en una clave
que tenga tanto de regional y nacional como de federal. Sucede que aún hoy, en
un país conformado por su inserción histórica en el mercado mundial, “el mar”,
salvo para quienes habitan sus costas –y no en todos los casos–, no es mucho
más que un lugar de veraneo. El país que reclama Malvinas, ese archipiélago
austral, y que reivindica un sector en la Antártida las piensa todavía desde la
matriz cultural del modelo agroexportador. Reclamamos Malvinas y el Atlántico
Sur de espaldas al mar. Hay allí algo que cambiar, e iniciativas recientes,
como Pampa Azul, van en este sentido. Desde la primera circunnavegación
planetaria (1519-1522), sabemos que por mar se puede llegar a cualquier lugar
del mundo. Dos terceras partes de los límites argentinos son agua de mar y
ríos. Hay en esta idea una desafiante oportunidad de pensar nuestro país de
otra manera.
*Historiador.
jueves 25 de
diciembre 2014
25-12-2014
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