http://www.analitica.com/va/sociedad/articulos/6044849.asp
Tomado de:
Julio Salas Carbonell
Viernes, 12 de agosto de 2011
Al principio fueron cuatro o cinco ranchos de bahareque aledaños a Huyapari, un poblado indígena que según el Cronista de Ciudad Bolívar, don Américo Fernández, quedaría “cerca de las bocas del Caroní con el Orinoco”. Diego de Ordaz había tomado posesión de estas tierras en 1532 en nombre de la corona española pero tan efímero fue este primer asentamiento que ni su nombre ha quedado para la posteridad. Ordaz falleció al poco tiempo, el poblado fue diezmado por las fiebres y los ataques de los caribes, muerieron los pocos españoles que lo habitaban y al cabo de varios años el recuerdo de esta fundación se había perdido en la memoria.
En 1580 arribó a Santa Fe de Bogotá, capital del Nuevo Reyno de Granada, el capitán Antonio de Berrío, veterano de las guerras europeas. Casado con María de Oruña, sobrina de Gonzalo Jiménez de Quesada, conquistador de los chibchas y fundador de esa ciudad, a quien Carlos V le había concedido la Gobernación de El Dorado, lugar fabuloso situado en las fuentes inaccesibles de un gran río, muy al este por donde sale el sol. Berrío venía en pos de la herencia del viejo conquistador y, como él, fue embrujado por esa mítica leyenda.
En 1587 partió desde el Casanare al encuentro con el Orinoco y navegó río abajo hasta la confluencia con un río que más tarde fue llamado Caroní. El 25 de agosto de 1595 el Consejo de Indias le confirmó la gobernación de El Dorado y el 21 de diciembre de ese mismo año, día de Santo Tomás, fundó en Morequito, sobre el Orinoco, dos leguas más abajo de la desembocadura del río Caroní, un asentamiento al que le dio el nombre de Santo Tomé.
De esta fundación se desconoce su acta y a falta de un documento oficial, la fecha de su fundación fue determinada por el historiador Pablo Ojer. En 1597 a la muerte de Berrío, su hijo Fernando trasladó la reciente fundación unas tres leguas más abajo, siempre cerca del río, pero en lugar protegido por las lagunas del Baratillo y de la Ceiba, sobre las ruinas de Suay, pequeño caserío caribe destruido por los conquistadores.
Santo Tomé, la capital de la Provincia de Guayana, era apenas una pequeña guarnición de fronteras a orillas del Orinoco, a centenares de kilómetros de los más cercanos enclaves españoles, perdida en el medio de grandes espacios de selvas y sabanas habitados por poblaciones caribes hostiles, y asediada por las acciones militares de las otras potencias imperiales que disputaban a España el control del río que consideraban el acceso al corazón del imperio español en América, pero poco a poco se fue consolidando la población porque los españoles encontraron que a falta del ganado vacuno podían suplir su carne con la de las tortugas arrau, abundantísimas en la región, los caribes no las cazaban para alimentarse.
Así fue como decenas de millares o quizás centenas de millares de tortugas fueron cazadas entre 1600 y 1720. Las tortugas representaban un recurso natural accesible, predecible y abundante que proporcionaba tanto carne como aceite natural y carey, productos que tenían valor de cambio con los comerciantes holandeses e ingleses que regular y clandestinamente visitaban Santo Tomé en las primeras décadas del siglo XVII. (Sanoja 2007).
Otros no venían en son de paz, las incursiones de los piratas y aventureros se incrementaron al paso de los años de ese siglo. En 1618, los hombres de Sir Walter Raleigh asaltaron el poblado, falleciendo en el ataque el gobernador Diego de Palomeque y el joven Walt, hijo de Raleigh; a causa de este ataque los sucesivos gobernadores fijaron su residencia en la vecina isla de Trinidad, perteneciente igual que la provincia de Guayana al Nuevo Reyno de Granada.
Reconstruida en 1629 la población fue saqueada por los holandeses, que de nuevo la asolaron en 1637. En cada incursión de estos piratas los pocos españoles que habitan el poblado huían a la selva, dejando sus escasos bienes a la merced de estos desalmados. Cuando saciada su codicia los asaltantes se retiraban le prendían fuego al poblado, tocándole a los sobrevivientes volver a levantarlo casi siempre en otro lugar que consideraban les ofrecía mayor protección.
Así surgió la leyenda de la ciudad peregrina y trashumante. Mientras tanto en España los cartógrafos del Rey inventaban villas y castillos en estas selvas deshabitadas, llamando “ciudades” a lo que no eran sino miserables caseríos y dibujando fantasiosos lugares que solo existían en su imaginación como podemos ver en el plano de la ciudad de Santo Tomé de la Guayana del año de 1638 que reposa en el Archivo de Indias de Sevilla.
El bajo Orinoco se mostraba hostil ante los colonizadores, varios intentos de poblamiento fracasaron, entre ellos en 1646 el establecimiento de la Provincia Jesuítica de Guayana, empresa en que los misioneros se vieron obligados a desistir obligados por las circunstancias adversas. En 1664 los ingleses nuevamente atacaron y saquearon la pequeña ciudad. La defensa a cargo de la endeble guarnición era tan poca cosa que, dieciocho años más tarde, los franceses, en 1682, se instalaron en Santo Tomé por casi un año sin ser molestados. (Gasparini 1997).
Ante esta situación las autoridades de la península ordenaron la construcción de una serie de fortificaciones para su defensa, “los castillos de Guayana”, y el Rey de España para asentar el poblamiento de la región le encomendó a los capuchinos catalanes la fundación de varios pueblos de misiones.
Sobre la autora
Juli Salas de Carbonell. Escritora. Ha publicado “Caminos y fogones de una familia merideña” (Fundación Empresas Polar. Caracas. 2009). Tiene en preparación un libro sobre la Expedición Franco-Venezolana que descubrió las cabeceras del Orinoco.
FUENTES
Mario Sanoja e Iraida Vargas. La Experiencia capitalista misional en Guayana, Venezuela: 1700-1817
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