http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-215078-2013-03-05.html
Tomado de:
Por Marcelo G. Kohen *
El 10 y 11 de marzo próximos unas 1500 personas habilitadas
para votar en las Islas Malvinas van a pronunciarse para decir si desean o no
que las islas “continúen siendo un territorio británico de ultramar”. Sus
organizadores lo llaman referéndum de autodeterminación. En realidad, debería
llamárselo “referéndum de autosatisfacción”. Se trata de un plebiscito
organizado por el gobierno británico para que ciudadanos británicos afirmen que
quieren que el territorio en el que residen siga “siendo” británico.
Este puro ejercicio propagandístico no alterará en nada la
situación existente. Las Islas Malvinas continuarán siendo consideradas por las
Naciones Unidas como un territorio sujeto a descolonización. No es la potencia
administradora quien decide sobre la manera de poner fin a una situación
colonial y si el territorio debe cesar de estar inscripto en la lista de
“territorios no autónomos” de la ONU. En el pasado, fue la ONU quien organizó y
fiscalizó referéndum de libre determinación cuando estimó que ésta era la
manera de descolonizar. El último de ellos fue el que permitió a Timor Oriental
devenir independiente en 2002. Sigue pendiente el referéndum en el Sahara
occidental, otro territorio no autónomo, para el cual la ONU estableció una
operación específica: la Minurso (Misión de las Naciones Unidas para la
Organización del Referéndum en el Sahara Occidental). El caso de las Malvinas
está en las antípodas. Las Naciones Unidas no decidieron su realización. No lo
organizan.
No lo fiscalizan. No intervinieron ni intervendrán en lo más mínimo
en él. El Reino Unido ni siquiera buscó su participación. El gobierno británico
sabe que no contará con apoyo alguno de las Naciones Unidas, pues ya efectuó el
mismo ejercicio en Gibraltar, sin obtener ninguna modificación del status de
dicho territorio en la ONU. Tampoco logró incluir una referencia a la libre
determinación en las resoluciones sobre Malvinas. La razón es simple.
Contrariamente a los ejemplos de Timor Oriental y Sahara occidental, las
Naciones Unidas han establecido que la manera de poner fin a la especial
situación colonial de las Islas Malvinas es la solución de la controversia de
soberanía entre la Argentina y el Reino Unido. En la solución de la disputa, se
deberán tener en cuenta los intereses de los habitantes actuales de las islas,
pero no se les reconoce a éstos la calidad de un pueblo distinto con derecho de
libre determinación.
El Derecho Internacional distingue tres categorías de
comunidades humanas: pueblos, minorías y pueblos autóctonos. Sólo los primeros
tienen derecho de libre determinación externa, es decir, pueden decidir el
destino del territorio en el que habitan. A diferencia de otros casos en que
las víctimas del colonialismo eran pueblos sojuzgados, en el caso Malvinas la
víctima fue un Estado soberano en los albores de su independencia. La Asamblea
General no reconoce la existencia de un pretendido “pueblo falklander” con
derecho de libre determinación. Son ciudadanos británicos que llegaron a las
islas después de que la potencia colonial expulsara a las autoridades y
población argentinas e impidiera que la población argentina pudiera regresar.
Al mismo tiempo que se negaba a discutir la controversia con la Argentina, el
Reino Unido controló desde siempre la política migratoria del territorio
insular. Se trata de una población que no tiene un crecimiento demográfico
normal, cuya composición depende de la llegada de personas provenientes
esencialmente de la metrópoli.
El número total de habitantes ha rondado los dos
mil desde hace más de un siglo. Cuarenta por ciento de la población actual
llegó a las islas hace menos de diez años y ese porcentaje se repite
aproximadamente censo tras censo, con residentes que parten y otros que
arriban. Sin contar los miembros de las fuerzas armadas británicas, 14 por
ciento de los habitantes reside en la segunda “localidad” de las islas, creada
después de 1982, la base militar de Monte Agradable. Los habitantes nacidos en
las islas son una minoría.
El cuerpo electoral está constituido únicamente por
aquellas personas que poseen ciudadanía británica. Aplicar la libre
determinación a semejante población sería desvirtuar el principio para
perpetuar una situación de colonialismo territorial. Por supuesto, eso no
quiere decir que sus habitantes no gocen de otros derechos. Simplemente, mil quinientos
ciudadanos británicos no tienen el derecho de decidir una controversia de
soberanía entre la Argentina y el Reino Unido que envuelve más de tres millones
de kilómetros cuadrados entre territorio y espacios marítimos, una superficie
mayor que la de la Argentina continental y doce veces la del Reino Unido.
Para intentar ocultar esta manipulación del principio de
libre determinación, el gobierno británico despliega actualmente una nueva
estrategia. Ya no habla más, como hasta hace poco, del carácter “eminentemente
británico” de las islas. Ahora se trata de vender la imagen de la existencia de
un pueblo falklander, totalmente distinto y separado del pueblo británico, y
por supuesto, del argentino también. Quien lee la propaganda británica puede
creer que se trata de un “pueblo” que vive en las islas desde hace nueve
generaciones y que está compuesto por gente de orígenes muy diversos. Las
cifras mencionadas hablan de una realidad muy diferente. Por primera vez en la
historia, el censo del año pasado no menciona cuántos son los habitantes
nacidos en las islas. Tampoco menciona la nacionalidad de sus habitantes. Se
preguntó a la población cómo se sentía desde el punto de vista de la “identidad
nacional”.
Las cifras publicadas son que 59 por ciento respondieron “Falkland
Islanders” y 29 por ciento “británicos”. En realidad, muchos de quienes hoy se
autoidentifican como “isleños” son británicos llegados del Reino Unido, como
funcionarios o en particular al momento de la bonanza económica motivada por
los permisos de pesca. La mitad de los miembros de la Asamblea Legislativa se
encuentra en esta situación. Por su parte, aun una persona que tenga ciudadanía
británica y estatuto local, si ha declarado “su lealtad o adhesión a un Estado
extranjero”, no puede ser elector o candidato. No hace falta mucha imaginación
para saber cuál es el Estado “extranjero” en cuestión. En cuanto a los pocos
habitantes argentinos, lo son únicamente por ser cónyuges de residentes con
ciudadanía británica. Como lo prueba la práctica existente desde hace mucho
tiempo, la ley no escrita impone que no se otorguen permisos de residencia a
los argentinos y menos aún que puedan comprar tierras u otras propiedades.
Hasta herederos argentinos han sido obligados a vender propiedades recibidas
por sucesión. Durante diecisiete años, ninguna persona con documentación
argentina podía siquiera visitar las islas. La mano de obra para las tareas que
los británicos no desean realizar es garantizada por una presencia chilena y de
Santa Elena, otra colonia británica en el Océano Atlántico.
La maniobra británica tiene muchas paradojas. ¿Por qué no
haber hecho el referéndum mucho antes, si la cuestión se debate en las Naciones
Unidas desde hace casi medio siglo? Si Londres la pone en práctica ahora, es
por cuatro razones fundamentales. Primero, porque la Argentina logró en los
últimos tiempos volver a colocar la cuestión Malvinas en la agenda
internacional. Segundo, porque la solidaridad sudamericana en particular va más
allá de la sola posición de principio, para adoptar medidas concretas. Tercero,
porque el gobierno argentino puso fin a la política británica de obtener
arreglos prácticos con el fin de explotar los recursos naturales del territorio
en disputa y de sus espacios marítimos, sin negociar la controversia de
soberanía. Cuarto, porque resulta cada vez más difícil a Londres sustentar su
negativa a negociar. Su última operación mediática consiste en mostrar a la
Argentina como el país renuente al diálogo.
La Argentina no se opone a la
presencia de isleños en las negociaciones. Naturalmente, cada una de las dos
partes decide por sí misma la composición de su delegación. Pero para ello debe
haber negociaciones, no imponerle a la otra parte su posición y no excluir lo
que constituye la cuestión central: la disputa de soberanía. El gobierno
británico desea únicamente que la Argentina acepte negociar sobre la manera de
facilitarle la explotación unilateral de la pesca y el petróleo, y que lo haga
con el llamado gobierno de las islas como una tercera parte en la disputa. En
otras palabras, que haya dos partes británicas y una argentina y que no se
aborde la controversia de fondo. De ello se trató en el show mediático
organizado por el canciller William Hague en Londres hace un par de semanas.
La operación refrendaria británica difícilmente hubiera
tenido eco alguno en el siglo pasado. Es la tergiversación del derecho de libre
determinación por parte de la potencia colonial que más tardó en reconocerle su
carácter de regla jurídica. El Reino Unido sólo lo hizo cuando la mayoría
abrumadora de sus antiguas colonias ya se había emancipado. Aun así, lo hizo de
manera fragmentaria y procedió a violarlo, como lo muestra la expulsión de los
dos mil habitantes autóctonos del archipiélago de Chagos. Por supuesto, no hubo
referéndum de “autodeterminación” cuando el gobierno de Margaret Thatcher
restituyó Hong-Kong a China, su legítimo titular. Menos aun se les concedió la
ciudadanía británica plena a los cinco millones de chinos que habitaban el
territorio, como lo hizo el mismo gobierno con los dos mil habitantes de las
Malvinas, éstos de origen europeo. En otras palabras, la libre determinación es
un falso argumento para mantener los últimos resabios del Imperio Británico,
sin justificación jurídica alguna.
La propaganda británica, a la que han sucumbido algunos
intelectuales argentinos, apunta a mostrar que lo que cuenta son los habitantes
y no los territorios. No siempre este atractivo aforismo es cierto. Por
ejemplo, después de la Primera Guerra Mundial, Francia invocó que no
correspondía organizar un plebiscito en Alsacia-Lorena, ya que desde 1871 –año
del traspaso del territorio a Alemania– miles de franceses habían preferido
irse antes que estar sometidos a la soberanía alemana, y que en contrapartida,
miles de alemanes se habían instalado en él. Cuando la población sueca de las
Islas Aland, bajo soberanía finlandesa, planteó su libre determinación para
integrarse a Suecia, la respuesta fue una amplia autonomía, pero bajo la
soberanía de Finlandia. En casos recientes de controversias territoriales
dirimidas ante la Corte Internacional de Justicia, los fallos reconocieron la
soberanía de un Estado aunque el territorio en cuestión estuviera habitado por
ciudadanos del otro. Por ejemplo, cien mil nigerianos que habitan en la península
de Bakassi, muchos de ellos desde varias generaciones, se encuentran bajo la
soberanía de Camerún. La Corte de La Haya reconoció que los derechos adquiridos
de dichos habitantes deben ser preservados por el Estado soberano, algo que en
el caso de las Malvinas la Argentina ya se ha comprometido a hacer en la
Constitución nacional.
La propaganda británica se esfuerza por hablar de la
“democracia” isleña. Ni siquiera es un referéndum con un mínimo de debate.
Nadie hace campaña por el “no”. En una sociedad estrecha en la que cada uno
sabe todo del resto, cualquier disonancia es sinónimo de traición. Ni siquiera
los “independentistas” osan llamar a votar “no”. La posición argentina es
tergiversada y la lectura de la historia y del derecho aplicable a la disputa
que se inculca es deformada. El gobierno de David Cameron, que ha aceptado que
Escocia decida seguir o no siendo miembro del Reino Unido, exige allí que el
referéndum se organice con todas las opciones explicadas claramente y con
asesoría de expertos independientes. El contraste es evidente. También lo es
que para que los escoceses puedan decidir sobre su independencia, el gobierno
británico haya estimado que era necesario su consentimiento y que una secesión
unilateral no era válida. En Canadá, la Corte Suprema considera que aun si un
plebiscito en Quebec arrojara un resultado favorable a la independencia, ello
no sería suficiente. Quebec debería negociar con las otras provincias y el
gobierno federal sobre si accede a la independencia o no. Ejemplos elocuentes
que, salvando incluso las grandes distancias que separan los casos mencionados
con el de las Malvinas, muestran que la opinión de los habitantes de un
territorio no basta para decidir su destino.
Londres y su administración local insisten en que las
Malvinas ya no son una colonia. Se trata en realidad del mismo sistema con
ropaje nuevo. El 10 y 11 de marzo, los electores británicos votarán para que
Londres continúe nombrando a dedo al gobernador de las Islas, tradicionalmente
un diplomático del Foreign Office que pisa las islas por primera vez cuando
asume, luego de haber sido embajador en algún país. No es una mera figura
decorativa. El gobernador tiene capacidad para implementar una ley o tomar una
decisión aun en contra de la opinión de la Asamblea Legislativa o del Consejo
Ejecutivo. El comandante de las fuerzas británicas es una figura inscripta en
la “Constitución” de las islas. Junto al procurador general –nombrado por
Londres– forman parte de la Asamblea legislativa, aunque sin derecho a voto. La
“Corte Suprema” está constituida por un juez que también viene de Londres.
La Argentina tiene mucho más que ofrecer que este sistema
colonial británico de manejo de territorios. Unas Malvinas reintegradas
efectivamente a la soberanía argentina tendrían una verdadera autonomía en la
que sus habitantes elegirían ellos mismos a su gobernador y tendrían su
representación en las instancias parlamentarias nacionales. Pero ese tipo de
cuestiones sólo podrá discutirse cuando el Reino Unido cumpla con su obligación
de resolver la controversia de soberanía por medios pacíficos. En otras
palabras, cuando haya negociaciones sobre la cuestión central que separa a
ambos países. Mientras tanto, el 12 de marzo todo seguirá igual, a pesar de la
vana demostración muscular del Reino Unido.
* Profesor de Derecho Internacional en el Instituto de Altos
Estudios Internacionales y del Desarrollo de Ginebra. Fue abogado de la
Argentina ante la Corte Internacional de Justicia en el caso de las pasteras en
el río Uruguay y ante el Tribunal Internacional de Derecho del Mar en el caso
de la Fragata ARA Libertad.
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