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Tomado de:
Martes 26 de febrero de 2013 | Publicado en edición
La inminente consulta popular que definirá si los isleños
quieren seguir siendo o no británicos actualiza el trauma de un país al que no
le ha ido tan bien como soñó
En los próximos días, en las islas Falkland el sueño de
Rousseau se hará realidad. Sus habitantes
celebrarán el 10 y el 11 de marzo un referéndum y votarán si quieren seguir siendo
un territorio británico o no. Para este segundo caso, está previsto cómo
continuar la consulta. Me gustaría estar presente, para ver a un conjunto de
ciudadanos decidiendo sobre su contrato político, directamente y sin
mediaciones.
Aunque Rousseau es uno de los grandes referentes de la
democracia, en la Argentina esta ejemplar acción popular no es valorada en esos
términos. Nuestro
gobierno la descalifica, argumentando que no son "pueblo" sino mera "población
implantada", sin derechos sobre el territorio en que viven. La mayoría de
los argentinos se declara democrática, pero pocos aprueban esa acción popular
públicamente. Como otras veces, las islas nos enfrentan con nuestras contradicciones
y con nuestros traumas.
No ignoro que la cuestión tiene una dimensión relativa al
derecho internacional. Nuestro Estado
tiene razonables argumentos, de índole histórica y geográfica, pero no son admitidos por Gran
Bretaña. Los británicos han reconocido que los isleños son parte en este
asunto, pero el Estado argentino los desconoce. Por la razón o por la fuerza,
nuestro Estado hasta ahora ha fracasado. Sólo cabe esperar una larga
negociación.
Pero hay otro aspecto del asunto: la
significación interna de la "cuestión Malvinas". La idea de que "las Malvinas
son nuestras" está hondamente arraigada en nuestro sentido común. Hace
mucho que la semilla fue plantada, regada y cuidada. Hoy es ya un árbol, o
mejor una enredadera, que no nos deja ver el bosque: un nacionalismo
intolerante, permanentemente alimentado por el trauma de Malvinas.
Nuestro nacionalismo entrelaza dos ideas: una sobre el
territorio y otra sobre el pueblo. No las inventamos: desde hace más de dos siglos
circulan en Occidente. En tiempos de las monarquías dinásticas -como los
Habsburgo o los Borbones- los territorios se ganaban, se perdían o se
intercambiaban, generalmente al fin de una guerra. Eso pasó con las Malvinas,
con Colonia del Sacramento, Sicilia, Polonia o el Milanesado. Nadie lo vivía
muy dramáticamente. En el siglo XIX los Estados nacionales reemplazaron a los
dinásticos. Cada Estado se asignó derechos sobre un territorio deseado, que era
nacional por esencia. Una generalización de la idea de la "tierra
prometida". Para concretar sus ilusiones, los Estados guerrearon. Ganaron
y perdieron, y a algunos les fue mejor que a otros. Pero a diferencia de los
tiempos dinásticos, los derrotados no aceptaron la pérdida de algo que se había
convertido en esencial para la nación. Cultivaron el revanchismo y el
irredentismo, que fue un potente motor de los nacionalismos.
El Estado argentino formó su territorio ganando y perdiendo.
Pudo haber incluido la Banda Oriental o Paraguay, y pudo no haber tenido la
Patagonia. Pero el resultado final, hacia 1880, fue presentado como la
concreción de un designio trascendente. Como la Argentina era un país de
inmigración, la naciente idea de nacionalidad arraigó más naturalmente en el
territorio, cuya argentinidad era más fácil de sostener.
El nacionalismo territorial fue impulsado inicialmente por el
Ejército, que se encargó de consolidar y defender el territorio y de dibujar
todos los mapas que lo definían. Luego se combinó con el incipiente
antiimperialismo. La conciencia territorial se afirmó con tanto éxito que la
esencia nacional apareció desde entonces implicada en la más mínima cuestión de
tierras en litigio. Las Malvinas -poco atendidas hasta entonces- se
convirtieron en tierra argentina irredenta y pudieron expresar cabalmente la
nueva pasión nacionalista. Para demostrar su esencial argentinidad, los
historiadores y los geógrafos sumaron sus argumentos, que todos los argentinos
aprendimos en la escuela.
Lo simbólico y emotivo arrasó con lo real. El nuevo nacionalismo,
a fuerza de soberbio, derivó en paranoia. La Argentina tenía un envidiado
destino de grandeza, pero su integridad territorial estaba siempre amenaza, por
Gran Bretaña, Brasil o las modestas estaciones radiales de los países vecinos,
que otrora "penetraban" en nuestro espacio soberano. La aventura
guerrera de 1982 y el entusiasmo general que la acompañó muestran con claridad
la potencia de esta pasión nacionalista.
En nuestras irredentas Malvinas, desde hace poco menos de dos
siglos vive gente que no es argentina. Eso no afectó la idea de que las
Malvinas eran nuestras. Esa gente es meramente "población
implantada", poco digna de respeto, y no "pueblo" con derecho a
su tierra, pues el único pueblo admisible en nuestro territorio es el pueblo
argentino.
La noción de pueblo es antigua y compleja. Surgió en
Inglaterra y Estados Unidos para legitimar a regímenes políticos
representativos. La Revolución Francesa puso el acento en los ciudadanos, el
contrato político y la voluntad popular. El romanticismo le dio un giro
profundo: no se trataba de individuos razonables sino de una comunidad, un
pueblo y una nación, ligada por un espíritu común, que cohesiona y condiciona a
los individuos. Una comunidad con un territorio asignado.
La Constitución argentina afirmó, en 1853, que el pueblo
argentino incluía a todos los que quisieran integrarlo, sin distinciones,
siempre que aceptaran la ley común. Estableció un régimen representativo y
republicano, fundado en la voluntad popular, pero con límites a la
arbitrariedad de las mayorías. El Estado agregó una dosis moderada de
nacionalismo cultural, enseñado en la escuela, que contribuyó a dar cohesión a
una sociedad aluvial.
A comienzos del siglo XX hubo un giro en esas ideas. En el
mundo predominaba entonces el nacionalismo romántico, abonado por los éxitos de
Alemania. La Argentina, que aspiraba a mucho, debía exhibir una comunidad
nacional fuerte, coherente y homogénea. Unánime, en lo posible, como explicó
Lilia Ana Bertoni. ¿Dónde asentarla? En los debates sobre el "ser
nacional" terciaron el Ejército, la Iglesia Católica y el radicalismo, el
primer gran partido democrático. Lo encararon desde ángulos diferentes: no sólo
el territorio, sino la religión o la política. Pero coincidieron en una forma
de pensamiento. Había un pueblo nacional y había argentinos que no pertenecían
al pueblo.
La discusión llega hasta nuestros días. Quien se adueña del
derecho a definir al pueblo y a la nación tiene el enorme poder de excluir. En
distintos momentos, muchos fueron excluidos del pueblo auténtico: los
inmigrantes, los no católicos, los opositores políticos, los cipayos, la
subversión apátrida o las corporaciones. Con esa lógica, que desnuda las
miserias de nuestro trauma nacionalista, se entiende por qué la "población
implantada" de Malvinas no alcanza a ser un "pueblo".
A la Argentina no le ha ido tan bien como se creía hace cien
años, y el trauma de Malvinas ha expresado la frustración. Refuerza este
nacionalismo esencial, excluyente y paranoico que integra todas las malas
pasiones argentinas. Ha sustentado a dictaduras y a democracias autoritarias; a
líderes nacionales y populares, y a mesiánicos salvadores de la patria. Impulsa
la política facciosa e intolerante, y también las ideas de aislamiento y
encierro. Sobre todo, obstruye la conformación de otro nacionalismo -podríamos
llamarlo patriotismo- que es necesario para cimentar una comunidad política
basada en la ley y en el pluralismo.
Sin embargo, es posible sacar algo bueno de él. Transformar
una fuerza negativa en positiva, como en el judo. Si tanto queremos a las
Malvinas, podemos proponernos merecerlas. Ser un "país aspiracional",
al que los isleños quieran pertenecer. No es imposible. Bastaría con
restablecer el Estado de Derecho, reabsorber la pobreza y reconstruir el
Estado. No es fácil ni rápido. Pero cuando hayamos llegado a la meta, y
tengamos un país normal, quizá los isleños soliciten incorporarse a la
Argentina. Y si no lo hacen, de todos modos tendríamos un país mucho mejor, más
integrado, más justo, más desarrollado. Y en ese entonces, probablemente el
trauma de Malvinas haya desaparecido.
© LA NACION.
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