Tomado de:
Escala en Montevideo
En 1763 el navegante francés Louis-Antoine de Bougainville
puso en marcha su plan de colonización de las Islas Malvinas: a bordo de su
embarcación El Aguila iba Dom Pernetty, un abad benedictino que escribió la
extraordinaria crónica de ese viaje. La narración, que cuenta la travesía desde
St. Malo a las Malvinas –con escalas importantes como Montevideo–, forma parte
de la Colección Reservada del Museo del Fin del Mundo, en Ushuaia,
recientemente rescatada por Eudeba.
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Por Dom Pernetty *
Montevideo es, en cierto sentido, una colonia nueva: hace
apenas veinticinco años había sólo algunas chozas. Pero es el único lugar donde
pueden anclar fácilmente los barcos que remontan el Río de la Plata. Hoy, es
una pequeña ciudad que mejora cada día. Las calles son rectilíneas y bastante
anchas, como para que tres carrozas pasen juntas. Hay una imagen que dibujé y
que representa cómo se veía la ciudad desde la fragata El Aguila, mientras
estábamos anclados entre el monte y la ciudad. Las casas tienen una sola planta
baja bajo la estructura del techo. Hay una sola excepción en la plaza central,
que pertenece al ingeniero que la hizo construir y que reside en ella. Tiene un
primer piso, una especie de buhardilla y un balcón que sobresale en medio de la
fachada.
En general, las casas de la ciudad están compuestas de una
sala que sirve de entrada, algunos cuartos y una cocina, único lugar donde hay
una chimenea para hacer fuego. O sea que esas casas están formadas por una
planta baja de catorce o quince pies de altura, incluyendo el desván. La
entrada de la casa del gobernador da a una sala rectangular que recibe luz de
una única ventana bastante pequeña, con un vitral hecho en parte de vidrio y en
parte de papel, que se cierra con una tranca. Esta sala tiene unos quince pies
de ancho y dieciocho de largo. De ahí se pasa a la sala de recepción, que es casi
cuadrada y más profunda que ancha. Al fondo, frente a la única ventana que le
da luz, se ve una especie de tarima de seis pies de ancho, cubierta por pieles
de tigre. En el medio hay un sillón para la señora gobernadora, y a cada lado
seis taburetes revestidos, como el sillón, de un terciopelo carmesí. (...) En
uno de los ángulos de esa sala, a un lado de la ventana, están los utensilios
para tomar mate; en el otro hay una especie de armario con dos o tres estantes,
donde hay algunos platos y tazas de porcelana.
La señora de la casa es la única que se sienta en la tarima
cuando sus visitantes son sólo hombres, a menos que decida invitar a alguno a
sentarse en los taburetes junto a ella. En general esas salas no tienen ni
cielorraso ni baldosas en el piso. Desde el interior se ven las esteras sobre
las que se apoyan las tejas del techo.
Los españoles de Montevideo son muy ociosos, sólo ocupan su
tiempo en tomar mate, conversar y fumar cigarros. Los comerciantes y un pequeño
número de artesanos son las únicas personas ocupadas de Montevideo. Aunque no
se vean negocios ni carteles que los anuncien, uno puede estar seguro de
encontrarlos cuando entra en una casa ubicada en el ángulo formado por la
intersección de dos calles. El mismo comerciante vende vino, aguardiente,
telas, ropa blanca, quincalla y otras cosas.
Los terrenos cercanos a Montevideo forman una llanura hasta
donde alcanza la vista. El suelo es negro y fértil y produce mucho cuando se lo
trabaja un poco. Sólo hace falta gente dispuesta a cultivarlo para convertir
este país en uno de los mejores del mundo. El aire es sano, el cielo azul, los
calores no son excesivos. Pero faltan árboles, sólo se los encuentra a orillas
de los ríos.
Los españoles de Montevideo se visten de forma similar a los
portugueses de Santa Catalina, aunque a menudo usan un gran sombrero blanco de
alas abatidas y de un tamaño desmesurado. Las mujeres tienen una bonita talla y
su figura es agradable, pero no se podría decir con honestidad que tienen una
piel de lirio o de rosas: la tez de la cara es oscura y generalmente les faltan
los dientes o no son blancos. (...)
PONCHO Y COSTUMBRES La gente común, los mulatos y los negros
usan, en vez de chaqueta, una tela rayada de diferentes colores y con un
orificio en el medio para pasar la cabeza. Esta tela cae sobre los brazos y
llega hasta los puños. Desciende tanto sobre el pecho como por la espalda hasta
la altura de las rodillas, y tiene una franja que lo rodea. Se la llama poncho
o chony. Todos los jinetes la usan y les parece más cómodo que una chaqueta o
un redingote. El señor gobernador nos mostró uno bordado en oro y plata que les
costó trescientas y tantas piastras. En Chile se fabrican unos que cuestan dos
mil piastras y en Montevideo se tomó la costumbre de su uso proveniente de esa
región.
El poncho protege de la lluvia y el viento, sirve como manta
por la noche y como colchón en el campo.
El estilo de vida de los españoles es muy simple. Los hombres
que no trabajan en el comercio se levantan muy tarde, al igual que las mujeres,
y después se quedan de brazos cruzados hasta que se les ocurra ir a fumar un
cigarro con su vecino. A menudo se los ve en grupos de cuatro o cinco, frente a
alguna casa, fumando y charlando. Otros montan a caballo y van a pasear, pero
no por la llanura sino por las calles de la ciudad. A veces, cuando encuentran
un grupo de personas, bajan del caballo y se unen a la conversación. Se pueden
quedar así dos horas, sin hablar de nada en particular, fumando y tomando mate.
Después suben de nuevo al caballo y se van. Es muy raro que un español se pasee
a pie, y en las calles se ven tantos caballos como hombres. Por la mañana, las
mujeres se quedan sentadas en un taburete en un rincón de su vestidor. Apoyan
sus pies en una alfombra de cáñamo sobre la cual se tienden cueros de animales
salvajes o pieles de tigre.
Tocan la guitarra u otro instrumento y cantan, y toman mate
mientras las negras se ocupan de la comida.
El almuerzo se sirve entre las doce y media y la una y
consiste en carne de vaca preparada de distintas maneras, pero siempre con
mucho pimiento y mucho azafrán. A veces se sirve un guiso de oveja, que llaman
carnero. Otras veces hay pescado y, ocasionalmente, algún ave. Hay buenas
presas de caza, pero los españoles no son aficionados a este ejercicio que,
seguramente, les resulta demasiado fatigoso. El postre está hecho con dulces.
Después del almuerzo, los señores y sus esclavos hacen lo que
se llama la siesta, o sea que se desvisten, se acuestan y duermen dos o tres
horas. Los obreros, que viven sólo del trabajo de sus manos, también se toman
esas horas de descanso. Esta pérdida de una buena parte de la jornada de
trabajo es la causa de que se hagan tan pocas cosas y, también, de que la mano
de obra sea tan cara. Quizás esa inercia se deba también a que hay abundancia
de plata.
No es extraño que sean indolentes. La carne no les cuesta más
que el trabajo de matar a un toro, sacarle el cuero y cortarlo en trozos para
después preparar la carne. El pan es muy barato. El cuero de toros y vacas
sirve para hacer bolsos de todo tipo y para cubrir una parte de sus casas. Esos
cueros son tan comunes que, en las calles poco transitadas, en las plazas y en
los muros de los jardines se encuentran pedazos dispersos.
A pesar de que cada casa tiene su jardín, hay muy pocos que
están cultivados. Solamente vi uno bien mantenido, y seguramente se debía a que
el jardinero era inglés. También escasean las verduras. La especie más
cultivada es el azafrán o el cártamo, para las sopas y las salsas.
Es común que los españoles tengan una amante. A las que
tienen hijos, les dan una cierta legitimidad al reconocer públicamente que son
los padres. En ese caso esos hijos heredan casi como hijos legítimos. No hay
ninguna vergüenza asociada al hecho de ser bastardo porque la ley autoriza este
tipo de nacimientos, al punto de dar al bastardo el título de gentilhombre.
Estas leyes parecen más conformes con un sentimiento de humanidad, ya que no
castigan a un niño inocente por el crimen de su padre (...).
Como Montevideo no está muy poblada, se alientan las
deserciones de las tropas extranjeras. En nuestra estadía perdimos a seis
marineros y a un colono destinado a las Islas Malvinas. El gobernador,
obedeciendo al pedido del señor de Bougainville, que prometió diez piastras por
cada desertor que le trajeran, mandó dragones en su búsqueda, pero no los
pudieron encontrar. Pienso que aunque les hubiesen prometido cien piastras, no
hubiesen arrestado a ninguno, ya que es el interés de España que se queden
muchos hombres en esta región para poblarla.
En Montevideo no se permite vender mercadería a ningún
extranjero. Sin embargo, a pesar de las dificultades que hay para
desembarcarlas y el peligro que se corre al venderlas, muchos de los oficiales
y de la gente de la tripulación que habían traído pacotilla con la esperanza de
venderla en la isla de Francia o en las Indias Orientales, a donde habían
creído que nos dirigíamos, decidieron venderlas allí. Como nuestro barco fue el
primero en llegar después de la declaración de paz, todo se vendió muy bien.
Los guardias sólo confiscaron algunos paquetes que habíamos llevado
imprudentemente y el señor de Bougainville aprobó con entusiasmo ese rigor, lo
que convenció a los españoles de que no autorizaba el contrabando.
Posteriormente, dándoles un poco de dinero a los guardias
españoles y al oficial que los comandaba, logramos evitar toda dificultad. Como
se suponía que no teníamos dinero español, sólo monedas francesas que no se
pueden usar en ese país, el señor de Bougainville pidió y obtuvo el permiso de
vender vino, aguardiente, aceite y varias otras mercaderías que tenía en exceso
para saldar todas las deudas del barco, y de esa manera la armonía entre los
españoles y nosotros duró durante toda nuestra escala en Montevideo.
* Historia de un viaje a las Islas Malvinas. Colección
Reservada del Museo del Fin del Mundo. Buenos Aires, Eudeba, 2012.
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