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Tomado de:
30 de mayo 2014 - 00:01
(A la memoria del Coronel Alberto Contramaestre Torres)
Recurrido y recurrente es el tema de la valiente postura del recién fallecido presidente Jaime Lusinchi frente a la atrevida decisión belicista del gobierno de Colombia de invadir territorio marítimo de Venezuela en agosto de 1987. Próximos a cumplir 27 años de esa afrenta, volvemos a ella con motivo de la muerte de quien administró los destinos y desatinos del país entre 1984 y 1989, y también porque los pueblos necesitados de recordar victorias la más de las veces militares para dar respiro al presente casi siempre ingrato y excesivo se inventan muletas para atravesar la pesada realidad.
Recurrido y recurrente es el tema de la valiente postura del recién fallecido presidente Jaime Lusinchi frente a la atrevida decisión belicista del gobierno de Colombia de invadir territorio marítimo de Venezuela en agosto de 1987. Próximos a cumplir 27 años de esa afrenta, volvemos a ella con motivo de la muerte de quien administró los destinos y desatinos del país entre 1984 y 1989, y también porque los pueblos necesitados de recordar victorias la más de las veces militares para dar respiro al presente casi siempre ingrato y excesivo se inventan muletas para atravesar la pesada realidad.
El apetito de Colombia por invadir territorio venezolano ha
sido histórico, permanente y persistente, y constituye una política de Estado
desde los tiempos en que en 1830 nos separamos de aquel sueño imposible que fue
el de la Gran Colombia. Aún tibio el cadáver de Bolívar, los afanes colombianos
de expansión territorial se disparan y comienza una historia, aún sin terminar,
latente, que se expresa en tres fechas terribles para nuestra integridad
territorial, a saber: el Laudo Español de 1891, el Laudo Suizo de 1922, y el
Tratado de Límites entre Venezuela y Colombia de 1941.
Aunque con algunos escarceos en 1952, con los que se
pretendía desconocer los legítimos derechos del país sobre el archipiélago de
Los Monjes, no es en verdad sino en la década de los sesenta cuando reaparecen,
aunque ahora marinas y submarinas, las ambiciones expansivas del hermano país,
de agallas puestas en el golfo de Venezuela, símbolo vital de nuestra
identidad. A todas estas, las grandes potencias han puesto de moda el nuevo
derecho del mar y se ha maximizado la importancia geoestratégica del
petróleo. En esas circunstancias, y ya durante el gobierno de Leoni se
produce un escándalo denunciado en el Congreso venezolano alrededor de los
contratos otorgados por el gobierno colombiano en áreas que Venezuela considera
como propias, a empresas norteamericanas vinculadas al tema petrolero. Estas
imprecisiones a la larga explican las posteriores conversaciones de Roma
durante el gobierno de Caldera y las de Caraballeda en el gobierno de Luis
Herrera, e incluso las derivadas de los Acuerdos de San Pedro Alejandrino en
1989, todas sin ningún resultado específico más allá de la frustración
colombiana.
Virgilio Barco gana las elecciones en 1986 y nombra canciller
al coronel Julio Londoño Paredes, quien ya había ejercido funciones en la
Dirección de Fronteras durante el gobierno del presidente López Michelsen. En
Venezuela, mientras tanto, gobierna desde 1984 Jaime Lusinchi. Todo normal
dentro de lo acostumbrado, hasta que en mayo de 1987 llega a la Cancillería
venezolana una “sorpresiva” comunicación en la que se solicita, sin motivo
aparente alguno, la reconstitución de una Comisión de Conciliación prevista en
el Tratado de No Agresión, Conciliación, Arbitraje y Arreglo Judicial suscrito
por ambos países en el lejano 1939, con lo cual se intentan dos cosas sin
decirlo: romper con el mecanismo establecido por las partes de la negociación
directa y, además, desconocer el carácter vital, de independencia e integridad
territorial que implicaría la intervención de tal comisión en lo atinente al golfo
de Venezuela.
Simón Alberto Consalvi, canciller venezolano, responde a
Londoño el 6 de agosto: “…el gobierno de Venezuela no puede ignorar que, aunque
la nota de vuestra excelencia no se refiere expresamente a ninguna cuestión
pendiente entre ambos países, sin embargo, la prensa colombiana ha vinculado
tal iniciativa a la supuesta intención de su gobierno de someter a la Comisión
de Conciliación el tema de la delimitación de áreas marinas y submarinas entre
nuestros dos países…”.
Colombia da un nuevo paso y provoca un estado de tensión
militar en áreas donde, según la versión colombiana, no están claros los
límites. Venezuela envía una nota de protesta en la que argumenta que el buque
de guerra se encontraba “en aguas interiores de Venezuela” y “al sur de la
línea de prolongación de la frontera terrestre”. Londoño por su parte responde
alegando que ningún país puede establecer unilateralmente las fronteras
marítimas entre dos Estados. La crisis se alarga entre dimes y diretes y el
conflicto crece peligrosamente. En Miraflores ya se ha tomado la decisión de
abrir fuego.
A estas alturas de su aventura, el gobierno colombiano
entiende que el juego del “brinkmanship” ha terminado y se sabe que todo ha
concluido cuando el presidente Barco lo anuncia desde Bogotá en cadena de radio
a las 11:45 de la noche del día 17 de agosto. La crisis interna en Colombia
seguía en pie y si lo de la incursión de la corbeta ARC Caldas en nuestra más
sensible pertenencia, el golfo, tenía la intención de distraer a la opinión pública
en otros menesteres, el tiro les había salido por la culata.
Aquí en Venezuela habla el presidente Lusinchi el 18 de
agosto, en horas de la noche. Ya las corbetas colombianas han dejado el lugar.
Es un discurso bien pensado y discutido, mejor escrito, y leído con suprema
convicción a la nación. Claro, firme, prudente y hasta diría que histórico si
observamos su vigencia, ya que dicta la pauta central de los que vendrían a ser
los principios que se siguieron a partir de 1989, ya las aguas calmadas, en las
relaciones entre Colombia y Venezuela, y que aún permanecen vigentes:
conversaciones respetuosas, directas y globales, sin presión ni plazo fijo.
Además, tal vez como nunca antes presidente alguno, gozó del
respaldo unánime de todo el país: partidos, medios de comunicación, gremios,
personalidades y pueblo todo. Las Fuerzas Armadas hicieron lo que se debía
hacer, principalmente nuestra Armada, por lo que nos sentimos, durante tanto
tiempo, orgullosos, representados y defendidos. La presión internacional hizo
su tarea al entender que estábamos a punto de un conflicto armado impensado.
Jaime Lusinchi será recordado para bien por esa gesta: evitó un desastre
defendiendo los principios fundamentales de nuestra nacionalidad. Un héroe
civil sin ambición de guerra.