miércoles, 27 de febrero de 2013

Malvinas, cifra de una pasión nacionalista

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Martes 26 de febrero de 2013 | Publicado en edición

La inminente consulta popular que definirá si los isleños quieren seguir siendo o no británicos actualiza el trauma de un país al que no le ha ido tan bien como soñó

Por Luis Alberto Romero | Para LA NACION

En los próximos días, en las islas Falkland el sueño de Rousseau se hará realidad. Sus habitantes celebrarán el 10 y el 11 de marzo un referéndum y votarán si quieren seguir siendo un territorio británico o no. Para este segundo caso, está previsto cómo continuar la consulta. Me gustaría estar presente, para ver a un conjunto de ciudadanos decidiendo sobre su contrato político, directamente y sin mediaciones.

Aunque Rousseau es uno de los grandes referentes de la democracia, en la Argentina esta ejemplar acción popular no es valorada en esos términos. Nuestro gobierno la descalifica, argumentando que no son "pueblo" sino mera "población implantada", sin derechos sobre el territorio en que viven. La mayoría de los argentinos se declara democrática, pero pocos aprueban esa acción popular públicamente. Como otras veces, las islas nos enfrentan con nuestras contradicciones y con nuestros traumas.

No ignoro que la cuestión tiene una dimensión relativa al derecho internacional. Nuestro Estado tiene razonables argumentos, de índole histórica y geográfica, pero no son admitidos por Gran Bretaña. Los británicos han reconocido que los isleños son parte en este asunto, pero el Estado argentino los desconoce. Por la razón o por la fuerza, nuestro Estado hasta ahora ha fracasado. Sólo cabe esperar una larga negociación.

Pero hay otro aspecto del asunto: la significación interna de la "cuestión Malvinas". La idea de que "las Malvinas son nuestras" está hondamente arraigada en nuestro sentido común. Hace mucho que la semilla fue plantada, regada y cuidada. Hoy es ya un árbol, o mejor una enredadera, que no nos deja ver el bosque: un nacionalismo intolerante, permanentemente alimentado por el trauma de Malvinas.

Nuestro nacionalismo entrelaza dos ideas: una sobre el territorio y otra sobre el pueblo. No las inventamos: desde hace más de dos siglos circulan en Occidente. En tiempos de las monarquías dinásticas -como los Habsburgo o los Borbones- los territorios se ganaban, se perdían o se intercambiaban, generalmente al fin de una guerra. Eso pasó con las Malvinas, con Colonia del Sacramento, Sicilia, Polonia o el Milanesado. Nadie lo vivía muy dramáticamente. En el siglo XIX los Estados nacionales reemplazaron a los dinásticos. Cada Estado se asignó derechos sobre un territorio deseado, que era nacional por esencia. Una generalización de la idea de la "tierra prometida". Para concretar sus ilusiones, los Estados guerrearon. Ganaron y perdieron, y a algunos les fue mejor que a otros. Pero a diferencia de los tiempos dinásticos, los derrotados no aceptaron la pérdida de algo que se había convertido en esencial para la nación. Cultivaron el revanchismo y el irredentismo, que fue un potente motor de los nacionalismos.

El Estado argentino formó su territorio ganando y perdiendo. Pudo haber incluido la Banda Oriental o Paraguay, y pudo no haber tenido la Patagonia. Pero el resultado final, hacia 1880, fue presentado como la concreción de un designio trascendente. Como la Argentina era un país de inmigración, la naciente idea de nacionalidad arraigó más naturalmente en el territorio, cuya argentinidad era más fácil de sostener.

El nacionalismo territorial fue impulsado inicialmente por el Ejército, que se encargó de consolidar y defender el territorio y de dibujar todos los mapas que lo definían. Luego se combinó con el incipiente antiimperialismo. La conciencia territorial se afirmó con tanto éxito que la esencia nacional apareció desde entonces implicada en la más mínima cuestión de tierras en litigio. Las Malvinas -poco atendidas hasta entonces- se convirtieron en tierra argentina irredenta y pudieron expresar cabalmente la nueva pasión nacionalista. Para demostrar su esencial argentinidad, los historiadores y los geógrafos sumaron sus argumentos, que todos los argentinos aprendimos en la escuela.

Lo simbólico y emotivo arrasó con lo real. El nuevo nacionalismo, a fuerza de soberbio, derivó en paranoia. La Argentina tenía un envidiado destino de grandeza, pero su integridad territorial estaba siempre amenaza, por Gran Bretaña, Brasil o las modestas estaciones radiales de los países vecinos, que otrora "penetraban" en nuestro espacio soberano. La aventura guerrera de 1982 y el entusiasmo general que la acompañó muestran con claridad la potencia de esta pasión nacionalista.

En nuestras irredentas Malvinas, desde hace poco menos de dos siglos vive gente que no es argentina. Eso no afectó la idea de que las Malvinas eran nuestras. Esa gente es meramente "población implantada", poco digna de respeto, y no "pueblo" con derecho a su tierra, pues el único pueblo admisible en nuestro territorio es el pueblo argentino.

La noción de pueblo es antigua y compleja. Surgió en Inglaterra y Estados Unidos para legitimar a regímenes políticos representativos. La Revolución Francesa puso el acento en los ciudadanos, el contrato político y la voluntad popular. El romanticismo le dio un giro profundo: no se trataba de individuos razonables sino de una comunidad, un pueblo y una nación, ligada por un espíritu común, que cohesiona y condiciona a los individuos. Una comunidad con un territorio asignado.

La Constitución argentina afirmó, en 1853, que el pueblo argentino incluía a todos los que quisieran integrarlo, sin distinciones, siempre que aceptaran la ley común. Estableció un régimen representativo y republicano, fundado en la voluntad popular, pero con límites a la arbitrariedad de las mayorías. El Estado agregó una dosis moderada de nacionalismo cultural, enseñado en la escuela, que contribuyó a dar cohesión a una sociedad aluvial.

A comienzos del siglo XX hubo un giro en esas ideas. En el mundo predominaba entonces el nacionalismo romántico, abonado por los éxitos de Alemania. La Argentina, que aspiraba a mucho, debía exhibir una comunidad nacional fuerte, coherente y homogénea. Unánime, en lo posible, como explicó Lilia Ana Bertoni. ¿Dónde asentarla? En los debates sobre el "ser nacional" terciaron el Ejército, la Iglesia Católica y el radicalismo, el primer gran partido democrático. Lo encararon desde ángulos diferentes: no sólo el territorio, sino la religión o la política. Pero coincidieron en una forma de pensamiento. Había un pueblo nacional y había argentinos que no pertenecían al pueblo.

La discusión llega hasta nuestros días. Quien se adueña del derecho a definir al pueblo y a la nación tiene el enorme poder de excluir. En distintos momentos, muchos fueron excluidos del pueblo auténtico: los inmigrantes, los no católicos, los opositores políticos, los cipayos, la subversión apátrida o las corporaciones. Con esa lógica, que desnuda las miserias de nuestro trauma nacionalista, se entiende por qué la "población implantada" de Malvinas no alcanza a ser un "pueblo".

A la Argentina no le ha ido tan bien como se creía hace cien años, y el trauma de Malvinas ha expresado la frustración. Refuerza este nacionalismo esencial, excluyente y paranoico que integra todas las malas pasiones argentinas. Ha sustentado a dictaduras y a democracias autoritarias; a líderes nacionales y populares, y a mesiánicos salvadores de la patria. Impulsa la política facciosa e intolerante, y también las ideas de aislamiento y encierro. Sobre todo, obstruye la conformación de otro nacionalismo -podríamos llamarlo patriotismo- que es necesario para cimentar una comunidad política basada en la ley y en el pluralismo.

Sin embargo, es posible sacar algo bueno de él. Transformar una fuerza negativa en positiva, como en el judo. Si tanto queremos a las Malvinas, podemos proponernos merecerlas. Ser un "país aspiracional", al que los isleños quieran pertenecer. No es imposible. Bastaría con restablecer el Estado de Derecho, reabsorber la pobreza y reconstruir el Estado. No es fácil ni rápido. Pero cuando hayamos llegado a la meta, y tengamos un país normal, quizá los isleños soliciten incorporarse a la Argentina. Y si no lo hacen, de todos modos tendríamos un país mucho mejor, más integrado, más justo, más desarrollado. Y en ese entonces, probablemente el trauma de Malvinas haya desaparecido.
© LA NACION.
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